Reducir, reutilizar y reciclar las palabras, o de por qué existe la ambigüedad

Natalia López Cortés
Dept. de Lingüística General e Hispánica, Universidad de Zaragoza, España

(cc0) aitoff.

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La ambigüedad léxica se produce cuando una sola palabra lleva aparejado más de un significado. ¿Por qué existe la ambigüedad? Una posible respuesta sugiere que la ambigüedad permite reutilizar elementos lingüísticos sencillos, haciendo el sistema más eficiente. Esta idea es además coherente con la teoría clásica de Zipf, según la cual en la comunicación se dan tensiones entre lo que sería más eficaz para el emisor y para el receptor.


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Probablemente te rías si lees en Twitter: “—Antes de venir, tienes que saber que la casa está encantada; —Pues a mí también me hace ilusión”, o si escuchas la frase de Luis Piedrahita “El castellano es un idioma loable, lo hable quien lo hable”. Si encuentras una receta titulada “Patatas asadas rellenas de la abuela”, quizá necesites leer un par de veces los ingredientes.

Estos ejemplos tienen una cosa en común: la ambigüedad, producida cuando una expresión transmite varios significados. La ambigüedad puede venir dada por factores diferentes (Ullmann, 1976), ya sean léxicos (relativos al significado de las palabras, como en “encantada”), sintácticos (relacionados con la estructura de los sintagmas u oraciones, como ocurre con “de la abuela”, que puede conectarse con “empanadas” o con “rellenas”), o fónicos (que tienen que ver con los sonidos, como ocurre en la cadena /lo’able/ que puede referirse a “lo hable” o “loable”).

La ambigüedad léxica es considerada la más pura, puesto que no depende de factores estructurales o prosódicos, sino que se encuentra en la misma naturaleza de las palabras. Existen dos tipos de ambigüedad léxica: la homonimia (que se produce cuando dos palabras con orígenes diferentes acaban coincidiendo en forma) y la polisemia (que se da cuando una palabra adquiere nuevos significados para nombrar nuevas realidades). Así, nos encontramos ante dos caras de una misma moneda: la homonimia y la polisemia son las causas y la ambigüedad léxica, el resultado.

El estudio de la ambigüedad léxica se produce desde diferentes enfoques: unos se ocupan de definir teóricamente este fenómeno y de encontrar sus causas históricas; algunos, como los lexicógrafos, se plantean cuál es la mejor manera de representar en los diccionarios estas unidades; otros se interesan por estudiar cómo los hablantes se manejan con las palabras ambiguas, cómo pueden seleccionar el significado adecuado o cómo se almacenan en la memoria.

Si bien es verdad que, en la mayoría de los casos, la ambigüedad léxica se resuelve al estar insertada en un contexto, no hay que dejar de preguntarse por qué sigue produciéndose en nuestro sistema lingüístico. No hay una respuesta clara. Algunos autores afirman que en la evolución histórica de las lenguas se han dado algunos pasos que han favorecido la reducción de la ambigüedad, pero que, si no ha sido eliminada del todo, es porque ha de tener alguna función. Muchos la consideran un hándicap o un obstáculo, argumentando que un sistema comunicativo ideal eliminaría todo resquicio de ambigüedad. De cualquier manera, tal y como dicen Solé y col. (2010, p.22), la ambigüedad parece “una propiedad importante, universal y, aun así, aparentemente indeseable”.

En este artículo, siguiendo parte de la argumentación presentada por Piantadosi y col. (2012), vamos a tratar de dar respuesta al interrogante de la ambigüedad y explicar por qué un sistema de comunicación no puede, ni debe, evitar la ambigüedad. El marco teórico del que parten Piantadosi y col. (2012) es el de la teoría de la información, cuyo representante máximo es el lingüista Zipf. Una de sus ideas (Zipf, 1949) tiene que ver con la existencia de la ambigüedad en la lengua como resultado de un compromiso entre los hablantes y los oyentes.

El emisor tiene que expresar un mensaje y para ello debe seleccionar una serie de elementos lingüísticos, almacenados en su memoria. El esfuerzo del emisor se reduce si asimismo se reducen los elementos necesarios al mínimo, de tal manera que una forma “ba” pueda expresar muchos mensajes posibles: el emisor diría “ba” para expresar “estoy cansado” o para preguntar “¿a qué hora sale el tren?”. Así, el sistema se compondría de pocos elementos altamente ambiguos. La ambigüedad ayudaría a reducir el esfuerzo del emisor, pero complicaría en gran medida la tarea del receptor, que tendría que desambiguar “ba”. Para el oyente, lo deseable sería un sistema en que cada expresión lingüística se correspondiera a un único significado, eliminando así la ambigüedad y la necesidad de desambiguar. Esto, para el emisor, sería muy costoso, pues el proceso de selección de elementos sería más complejo. Según Zipf, estas dos tensiones entre los deseos de los participantes en la comunicación, que él llama unificación y diversificación, explican la constitución del lenguaje como un sistema equilibrado entre la ambigüedad y la no ambigüedad.

Partiendo de esta idea, Piantadosi y col. (2012) explican que la ambigüedad es un mecanismo que ayuda a reutilizar o reciclar elementos lingüísticos simples y frecuentes, de manera que los costes de producción y comprensión de los mensajes se reducen. En un primer momento, podría parecer que lo ideal sería un sistema en el que cada forma lingüística l estuviera ligada con un único significado m (Figura 1).

Figura 1.- Representación de un sistema no ambiguo.

Figura 1.- Representación de un sistema no ambiguo.

Imaginemos que la forma l1 es más sencilla de producir que l2, porque es una palabra más frecuente, con una estructura fonológica más simple o de una longitud menor. El sistema mejoraría si se eliminara, por tanto, la forma l2, más compleja y costosa. De esta manera, los dos significados m1 y m2 quedarían ligados a una forma única, ahora ambigua (Figura 2).

Figura 2.- Representación de un sistema ambiguo. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con una palabra como “pluma”, que aúna varios significados posibles bajo una forma lingüística única.

Figura 2.- Representación de un sistema ambiguo. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con una palabra como “pluma”, que aúna varios significados posibles bajo una forma lingüística única.

Así, al querer expresar el significado m1 se realiza el mismo esfuerzo en un sistema ambiguo que en uno no ambiguo, pero se está minimizando esfuerzo cuando se comunica m2, que está ahora representado por una forma más simple.

Existen otras respuestas para la pregunta de por qué existe la ambigüedad, que van desde modelos matemáticos como el de Shannon (1948) hasta la teoría de redes complejas (Solé y col., 2010). En este artículo hemos presentado el argumento de Piantadosi y col. (2012), que sostiene que la ambigüedad es un mecanismo mediante el cual el sistema comunicativo aumenta su sencillez y eficacia, siguiendo la ley del mínimo esfuerzo de Zipf (1949). Al introducir, mediante el “reciclaje”, elementos ambiguos en la lengua, el sistema mejora.

Referencias

Piantadosi, S. T., Tily, H., y Gibson, E. (2012). The communicative function of ambiguity in language. Cognition, 122, 280-291.

Shannon, C. (1948). A mathematical theory of communication. Bell System Technical Journal, 27, 623-656.

Solé, R., Corominas-Murtra, B., Valverde, S., y Steels, L. (2010). Language Networks: their structure, function and evolution. Complexity, 15, 20-26.

Ullmann, S. (1976). Semántica. Introducción a la Ciencia del Significado. Madrid: Aguilar.

Zipf, G. (1949). Human Behavior and the Principle of Least Effort. New York: Addison-Wesley.

Manuscrito recibido el 10 de julio de 2018.
Aceptado el 8 de octubre de 2018.

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