Maïka Telga
Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento, Universidad de Granada, España
En nuestra vida cotidiana, a menudo necesitamos hacer inferencias sobre personas que apenas conocemos, considerar e intuir sus expectativas e intenciones, y actuar en consecuencia. Con el fin de explicar cómo nos involucramos a diario en relaciones sociales complejas, Fiske y Neuberg (1990) propusieron un modelo de estrategias sociales organizadas según un continuo de categorización-individualización. En el presente trabajo, repasamos dicho modelo para entender los factores que determinan el uso de categorización e individualización, cómo se implementan en la vida diaria y cuáles son sus consecuencias.
Hace más de 2000 años, Aristóteles defendía en su Política que el ser humano es social por naturaleza. Hoy, sabemos que nacer y convivir en sociedad nos ha permitido desarrollar habilidades únicas en el reino animal tales como el lenguaje, e incluso desarrollar de forma notable a lo largo de nuestra evolución una zona del cerebro que, entre otras funciones, está ampliamente dedicada a nuestras interacciones sociales: el lóbulo frontal. Así, ampliar nuestra red social ha requerido que desarrollásemos nuevas habilidades, es decir, que consigamos ser socialmente inteligentes (Dunbar, 1998). Aunque para la mayoría de las personas interactuar a diario con numerosas personas no supone un esfuerzo subjetivamente costoso como levantar pesas o aprender un nuevo idioma, organizar la información social y actuar de forma socialmente adaptada es, objetivamente, todo un reto. Ciertamente, interactuar con una persona implica encontrar un tema de conversación de su interés, evitar ofenderla o deducir si podemos confiar o no en ella. Cuando se trata de una persona desconocida, la falta de experiencia nos obliga a intuir, a hacer inferencias sobre ella, integrando toda la información de la que disponemos de forma rápida y eficiente. En el presente artículo, describimos un modelo clásico de la cognición social que, aunque cumple casi 30 años, sigue siendo una referencia para entender cómo nos formamos una primera impresión sobre personas desconocidas.
Numerosas situaciones de la vida diaria requieren que tomemos decisiones sobre personas que apenas conocemos. Pongamos, por ejemplo, que queremos cubrir un puesto de trabajo en el ámbito escolar. Según Fiske y Neuberg (1990), nuestras estrategias para intentar escoger a la persona más indicada se organizan en un continuo que va desde la categorización social hasta la individualización. En nuestro proceso de selección, una idea intuitiva podría ser que una mujer joven encajaría mejor en el puesto que un hombre mayor. Anticiparíamos que la mujer se encontrará cómoda en un contexto escolar y nos centraríamos en la pila de currículums de las candidatas que encajen en este perfil. Esta estrategia se conoce como categorización social y consiste en usar información sobre los grupos sociales a los que pertenece una persona para hacer inferencias sobre ella. Dichos grupos se conciben a partir de dimensiones fácilmente identificables como la etnia, el género o la edad, pero también en base a otras dimensiones sociales relevantes como, por ejemplo, la clase social, la nacionalidad o la profesión. Usando una estrategia de categorización social, seleccionaríamos para el puesto de trabajo a una persona que pertenece a los grupos sociales que creemos compatibles con éste, a partir de nuestra experiencia y conocimiento previo. Por tanto, los procesos de categorización funcionan como “atajos mentales”, es decir, permiten acceder a una respuesta de forma rápida a partir de una regla general. No son costosos, pues no implican mucho esfuerzo y basta con fijarse en claves que informan sobre la pertenencia grupal (p.ej., el color de piel) para sacar conclusiones. Sin embargo, en el ámbito social, no hay regla general que sea aplicable a todos los individuos, por lo cual la categorización implica siempre un riesgo de error.
La estrategia de individualización corrige este error pues consiste en usar información exclusiva de la persona para hacer inferencias sobre ella. Su grupo social no es tan relevante como la información que permite distinguirla de las demás. Usando una estrategia de individualización para cubrir el puesto de trabajo, no prestaríamos tanta atención a los atributos grupales de cada solicitante sino a sus atributos individuales y únicos. Miraríamos detenidamente cada línea de todos los currículums, les preguntaríamos sobre sus intereses, experiencia o anécdotas personales. En este caso, podríamos optar por una persona que suma varios años al cuidado de sus hermanos pequeños, que ayuda en diversas actividades extraescolares o que tiene hijos, independientemente de que sea un hombre mayor y que, según la “regla general”, no encajaría tan bien en el puesto como una mujer joven.
La existencia de dos estrategias con enfoques opuestos pudiendo llevar a decisiones distintas plantea la cuestión de cuáles son los factores que hacen que las personas estemos más propensas a categorizar o individualizar. Según Fiske y Neuberg (1990), por defecto empleamos una estrategia de categorización que permite obtener información de forma rápida con poco esfuerzo. Procesar más allá del nivel de categorías, es decir individualizar, requiere dos elementos: poder y querer. Poder es disponer de la capacidad mental para atender a la información individual. Si tenemos que procesar una cantidad de información demasiado importante (p.ej., si tenemos que hacer inferencias sobre numerosas personas a la vez) o si intentamos hacer estas inferencias mientras realizamos otra tarea que demanda toda nuestra atención, es más probable que prevalezca la estrategia de categorización, menos costosa, sobre la de individualización. Disponer de la capacidad para recurrir a procesos de individualización es crucial para que se elija esta estrategia, pero no lo garantiza. El segundo elemento, el querer, tiene que ver con nuestra motivación. Ciertos aspectos contextuales o personales pueden motivar un nivel de análisis más profundo. Por ejemplo, en una entrevista de trabajo, complacer a la persona que potencialmente se convierta en nuestra jefa o jefe puede ser suficientemente motivante para esforzarnos en individualizarla. Encontrarnos a esta misma persona en la panadería puede no desencadenar tales estrategias, a pesar de disponer de los recursos necesarios para individualizarla. En definitiva, tras la categorización espontánea y automática, sólo si tenemos la motivación y los recursos necesarios intentamos adquirir información adicional que puede llevar a una re-categorización o una individuación completa e independiente de las categorías sociales.
Estas dos estrategias no son excluyentes y están moduladas por la experiencia y el aprendizaje. Categorizar para organizar el mundo social con eficiencia y de forma rápida es una habilidad notable que permite integrar una gran cantidad de información. Sin embargo, conlleva siempre un riesgo de error, debido a la amplia heterogeneidad dentro de los grupos sociales. Por tanto, ser socialmente inteligente requiere ser flexible, encontrando el equilibrio entre esfuerzo y precisión. Considerando que ampliar nuestra red social ha supuesto cambios en nuestra forma de procesar la información, cabe esperar que el siguiente paso en nuestra evolución como seres sociales contribuirá a mejorar nuestra precisión, de tal forma que prioricemos la información individual con el menor coste.
Referencias
Dunbar, R. I. M. (1998). The social brain hypothesis. Evolutionary Anthropology: Issues, News, and Reviews, 6, 178–190
Fiske, S. T., & Neuberg, S. L. (1990). A continuum of impression formation, from category-based to individuating processes: Influences of information and motivation on attention and interpretation. In P. Z. Mark (Ed.), Advances in Experimental Social Psychology (Vol. 23, pp. 1-74): Academic Press.
Manuscrito recibido el 16 de agosto de 2018.
Aceptado el 12 de febrero de 2019.