¿Ciudades más verdes, cerebros más sanos?

Héctor García-Rodicio
Dept. de Educación, Universidad de Cantabria, España

(cc) Héctor García-Rodicio

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Contamos ya con suficiente evidencia del impacto positivo de los espacios verdes sobre el desarrollo cerebral infantil. Se han propuesto al menos tres hipótesis, no excluyentes, para explicar dicha relación: (a) la disminución de la exposición a contaminantes, (b) la promoción de la actividad física, y (c) la capacidad reparadora de la naturaleza. En este artículo repasaremos los estudios más actuales para confirmar que, en efecto, el contacto con la naturaleza es fundamental para el correcto desarrollo del cerebro y la capacidad cognitiva de niños y niñas por los tres mecanismos propuestos. Acudimos al concepto de “entorno de adaptación evolutiva” para integrarlos en una sola explicación.

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Gracias a estudios recientes sabemos que el contacto con espacios verdes está asociado a un mejor desarrollo cerebral y cognitivo. Por ejemplo, en uno de ellos se calculó la cantidad de zona verde alrededor de distintas escuelas y se tomaron datos sobre el rendimiento en tareas cognitivas de los escolares. Se encontró que los que acudían a centros con mayor proporción de naturaleza circundante rindieron mejor en tareas de atención sostenida o de memoria operativa (Dadvand y col., 2015). Ocurre así también con la naturaleza alrededor del lugar de residencia y no sólo sobre el rendimiento cognitivo, sino también sobre el desarrollo de la masa y conectividad de las áreas cerebrales que soportan dicho rendimiento, como la corteza prefrontal (Dadvand y col., 2018). Es más, los espacios verdes podrían influir positivamente incluso durante nuestra gestación: otro estudio calculó la cantidad de naturaleza alrededor de la vivienda de madres gestantes y luego siguió la trayectoria de los recién nacidos durante años. El resultado fue que, a mayor proporción de verde en el periodo prenatal, menor probabilidad de desarrollar TDAH después (Thygesen y col., 2020). Aunque se trata de estudios correlacionales, estos resultados sugieren que el contacto con los espacios verdes es clave para un correcto desarrollo cerebral y cognitivo. Pero, ¿a través de qué mecanismos tiene lugar este efecto?

Una posibilidad es que mayor proporción de naturaleza equivale a menor contaminación. De hecho, hay evidencia correlacional de que los escolares que acuden a centros expuestos a un mayor volumen de tráfico rodado y, por tanto, a más partículas nocivas como PM10 o NO2, rinden peor en tareas de atención y memoria y progresan más lentamente (Sunyer y col., 2017). La exposición a contaminantes durante la gestación o los primeros 10 años de vida se asocia con mayor probabilidad de desarrollar TDAH (Min & Min, 2017) o TEA (Oudin y col., 2020), incluso controlando por el efecto de otras variables críticas, como el estatus socioeconómico.

Otra posible vía por la cual la naturaleza parece beneficiar al desarrollo del cerebro es que los espacios verdes fomentan la actividad física. Conviene saber que la actividad física es vital para la salud del cerebro: los escolares que más actividad física practican tienen, en efecto, mayor desarrollo cerebral y mejor rendimiento académico. Un estudio observacional reunió a un grupo de escolares y les aplicó pruebas para conocer su capacidad aeróbica y su capacidad motora, así como un escáner del cerebro (MRI) para conocer el desarrollo de su materia gris (neuronas) y blanca (conectividad); además, se registraron sus calificaciones. Se encontró una correlación entre la capacidad física y la cerebral en áreas claves para el aprendizaje como la corteza prefrontal o el hipocampo, y a su vez con el rendimiento académico (Esteban-Cornejo y col., 2019).

Por último, otro mecanismo posible para explicar la relación entre la exposición a espacios verdes y el desarrollo cerebral es la capacidad intrínseca de reparación que la naturaleza posee. Es decir, los espacios verdes no sólo pueden actuar por vía indirecta, reduciendo tóxicos o fomentando el movimiento, sino que podrían también actuar directamente como medicina y contribuir así al buen desarrollo del cerebro. En apoyo de esta hipótesis, un meta-análisis reciente ha permitido constatar que la inmersión en espacios naturales tiene efecto antiestrés: en 20 de los 22 estudios de intervención examinados, las experiencias de contacto con la naturaleza, como pasear por el bosque o sentarse a meditar en medio de él, redujeron significativamente el cortisol (i.e., la hormona que dispara la respuesta lucha/huida) de las personas que tuvieron dichas experiencias en comparación con las que no (Antonelli y col., 2019). Además, sabemos que el contacto con la naturaleza también actúa como desestresante para las madres gestantes, lo que supone un beneficio para el bebé. Un estudio tomó medidas del contacto con espacios verdes que mantenía un grupo de madres gestantes. Se consideraron aspectos como la proporción de zonas verdes en los alrededores de sus viviendas, el tiempo que pasaban a la semana en espacios naturales o, incluso, tener ventanas en casa con vistas a zonas verdes. Se tomaron, además, muestras de sangre del cordón umbilical durante el último trimestre de gestación para medir los niveles de cortisol. El resultado fue que, a mayor exposición a zonas verdes, menor cortisol (Boll y col., 2020). Niveles altos y sostenidos de cortisol son fatales para el equilibrio del organismo y, en caso de madres gestantes, para el correcto desarrollo del bebé, incluyendo su sistema nervioso central: la respuesta de lucha/huida que dispara el cortisol reclama todas las energías del cuerpo y, activada de forma crónica, inhibe el resto de sistemas, impidiendo la función digestiva, inmune o, en el caso que nos ocupa, la reproductiva. Un fallo en el suministro de nutrientes para el desarrollo del sistema nervioso del bebé tiene más tarde consecuencias en el cerebro del niño en forma de trastornos (McKinnon y col., 2017).

Que la naturaleza sea fundamental para nuestro correcto desarrollo, ya sea por su efecto antiestrés o por su capacidad para protegernos de la contaminación y propiciar que nos movamos, apoya la hipótesis del “entorno de adaptación evolutiva” (Rosano, 2013): la naturaleza es el espacio donde hemos pasado el 99% de nuestra historia como homo sapiens y, por tanto, al que estamos adaptados. Nuestros genes se adaptaron a un entorno de sabana, donde no existía contaminación, donde había que moverse permanentemente para conseguir alimento y refugio y donde las amenazas (tormentas, depredadores, grupos rivales, etc.) se resolvían en el momento, en lugar de quedar activadas de forma crónica.

Referencias

Antonelli, M., y col. (2019). Effects of forest bathing (shinrin-yoku) on levels of cortisol as a stress biomarker: A systematic review and meta-analysis. International Journal of Biometeorology, 63, 1117–1134.

Boll, L.M., y col. (2020). Prenatal greenspace exposure and cord blood cortisol levels: A crosssectional study in a middle-income country. Environment International, 144, 106047.

Dadvand, P., y col. (2015). Green spaces and cognitive development in primary schoolchildren. Proceedings of the National Academy of Science, 26, 7937-7942.

Dadvand, P., y col. (2018). The association between lifelong greenspace exposure and 3-dimensional brain magnetic resonance imaging in Barcelona schoolchildren. Environmental Health Perspectives, 126, 027012.

Esteban-Cornejo, I., y col. (2019) Physical fitness, white matter volume and academic performance in children: Findings from the ActiveBrains and FITKids2 projects. Frontiers in Psychology, 10, 208.

McKinnon, N., y col. (2017). The association between prenatal stress and externalizing symptoms in childhood: Evidence from the Avon longitudinal study of parents and children. Biological Psychiatry, 83, 100–108.

Min, J. Y., y Min, K. B. (2017). Exposure to ambient PM10 and NO2 and the incidence of attention-deficit hyperactivity disorder in childhood. Environment International, 99, 221–227.

Oudin, A., y col. (2019). Prenatal exposure to air pollution as a potential risk factor for autism and ADHD. Environment International, 133, 105149.

Rosano M. (2013). Environment of Evolutionary Adaptedness (EEA). En: A.L.C. Runehov y L. Oviedo (Eds.) Encyclopedia of Sciences and Religions. Dordrecht: Springer.

Sunyer, J., y col. (2017). Traffic-related Air Pollution and Attention in Primary School Children. Epidemiology, 28, 181-189.

Thygesen, M., y col. (2020). The Association between Residential GreenSpace in Childhood and Development of Attention Deficit Hyperactivity Disorder: A Population-Based Cohort Study. Environmental Health Perspectives, 128, 127011.

Manuscrito recibido el 30 de junio de 2021.
Aceptado el 20 de agosto de 2021.

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