Fernando Martínez Manrique
Dpto. de Filosofía I, Universidad de Granada, España
La modularidad masiva propone que la mente es un mecano compuesto de innumerables piezas con funciones diferenciadas. No obstante, combinarlas en lo que parecen ser pensamientos unificados no resulta tarea fácil. ¿Podría el lenguaje, que constituye él mismo una de tales piezas, ser el elemento clave para esta labor?
Una de las ideas más extendidas en ciencia cognitiva es que nuestras capacidades mentales no son producto de un único procesador de carácter general sino que descansan en las operaciones de un cierto número de sistemas relativamente autónomos y especializados, típicamente conocidos como módulos. Jerry Fodor (1983) propuso una lista de propiedades típicas de los módulos, entre las que destacan dos: el encapsulamiento, o su relativa impermeabilidad a la información procedente de otros sistemas, y la especificidad de dominio, o su dedicación exclusiva a un tipo específico de información. Fodor sostenía que los módulos son sustancialmente sistemas de entrada de información y limitaba la lista de módulos bien establecidos a dos, uno para la visión y otro para el lenguaje. Los módulos verterían su información a un sistema central típicamente no modular, que tendría la labor de producir las creencias que van a guiar en último término el razonamiento o la acción.
El análisis de Fodor abre la puerta a un debate, que persiste hasta la actualidad, acerca de la naturaleza y extensión de los módulos. La alternativa más radical procede de la psicología evolucionista, donde se plantea que la arquitectura de la mente es masivamente modular. Según el modelo de la «navaja suiza», popularizado por Pinker (1997), las mentes se componen de una legión de sistemas de procesamiento, cada uno de los cuales realiza una tarea específica de un modo bastante automático e independiente del resto. La principal novedad radica en que la modularidad no se limita ahora a los sistemas de entrada, sino que se generaliza a los sistemas centrales. Esto significa que va a haber innumerables módulos encargados de la producción de creencias, si bien cada uno de ellos restringido a un dominio muy estrecho de las mismas. El listado de módulos que compondrían la maquinaria mental básica correspondería a los seleccionados durante la evolución de la especie por su valor para nuestra supervivencia. Podría haber, por ejemplo, módulos dedicados exclusivamente a información de tipo geométrico, al color, a la atribución de estados mentales, a la detección del engaño, etc.
Un problema acuciante de las arquitecturas masivamente modulares es explicar el modo en que se integra la información de los módulos sin recurrir de nuevo a un procesador central. Si la mente es una asamblea de sistemas que funcionan de manera prácticamente automática e independiente, ¿cómo es posible combinar contenidos de tipos diversos en un solo pensamiento? Recientemente Peter Carruthers (2006) ha propuesto una arquitectura general de la mente que se enfrenta a este problema otorgando al lenguaje el papel de integrador intermodular. Su punto de partida son los diversos resultados experimentales que muestran cómo los sujetos enfrascados en una actividad lingüística realizan con mayor dificultad tareas que requieren la integración de información heterogénea (v.g., geométrica y del color). Pero su objetivo último es delinear una organización funcional que permita explicar aspectos peliagudos de la cognición humana, como su flexibilidad y creatividad.
Una primera consideración acerca del procesador lingüístico es que él mismo constituye un sistema modular, pero con una ubicación funcionalmente central. Al tratarse de un sistema que combina tanto mecanismos de entrada (la recepción de las señales lingüísticas que desemboca en la comprensión de un mensaje) como mecanismos de salida (la producción de órdenes motoras para acciones como el habla o la escritura), está en la posición ideal para integrar información proveniente de distintos módulos específicos. Esta tarea viene facilitada por la capacidad del lenguaje de ensamblar piezas entre sí, como las palabras en una oración. El contenido de las piezas es prácticamente indiferente, ya que al integrarlas en estructuras más complejas se atiende sólo a la sintaxis o propiedades formales de las mismas. El lenguaje, como cualquier otro módulo, constituye así un sistema especializado, pero con una especialización tal que puede ser puesta al servicio de las labores de integración, al igual que los tornillos de un mecano.
Por otro lado, Carruthers considera que el lenguaje tiene una segunda característica interesante para estos fines. El procesador lingüístico es capaz de generar un tipo de representaciones, las expresiones con que nos comunicamos, que son accesibles a la consciencia. De ese modo puede desempeñar la función de emisor global de los pensamientos que previamente ha sido capaz de integrar, poniéndolos a disposición del resto de los módulos e iniciando nuevos ciclos de actividad de los mismos. La idea general es que la producción del lenguaje involucra un tipo particular de acciones, las acciones lingüísticas. Estas acciones se pueden abortar justo antes del habla descubierta, generando habla interna, esas palabras que resuenan en nuestra cabeza cuando pensamos. Ese habla interna sirve a su vez de entrada al propio módulo del lenguaje, que de nuevo la procesa y la pone a disposición de los otros módulos.
Este modelo no está exento de problemas. En particular, uno puede preguntarse de qué manera puede ser útil para un módulo ultraespecializado (como el del color) la información integrada y emitida por el sistema lingüístico, habida cuenta que un módulo es impermeable para otra información que no sea la de su dominio. Si, para solventar esto, se supone que el lenguaje realiza algún tipo de procesamiento de la información de manera que los otros módulos no reciban lo mismo que aportaron inicialmente, parece que se camina en la dirección de convertir el módulo lingüístico en un procesador central. En cualquier caso, la propuesta sirve, independientemente de otros méritos, para poner en evidencia puntos débiles de la tesis de la modularidad masiva que requieren más elaboración teórica.
Referencias
Carruthers, P. (2006) The Architecture of Mind. Oxford: Oxford University Press.
Fodor, J. (1983) The Modularity of Mind. Cambridge (MA): MIT Press.
Pinker, S. (1997) How the Mind Works. New York: W. W. Norton & Company.