Javier Valenzuela
Dept. de Filología Inglesa, Universidad de Murcia
Además de su funcion comunicativa, el lenguaje puede ser una poderosa herramienta para determinadas tareas cognitivas, p.ej la formación de categorías. Se presenta un experimento en el que los participantes deben clasificar una serie de aliens como amistosos o agresivos. Los participantes a los que se suministra una etiqueta lingüística arbitraria son más eficientes a la hora de realizar esta tarea.
Una de las (muchas) controversias sobre el lenguaje concierne a su función. ¿Para qué evolucionó el lenguaje?¿Cuál es la razón por la que el cerebro humano ha desarrollado esta capacidad, única entre todas las especies animales, y a la que el cerebro dedica una gran cantidad de recursos metabólicos? Con toda probabilidad, la hipótesis más favorecida, y también la más natural, es la de suponer como función principal del lenguaje la de «herramienta comunicativa». Por un lado, son claras las ventajas evolutivas que se derivan de un sistema de comunicación tan eficiente y flexible como el lenguaje humano, que permite la coordinación de sofisticados métodos de cooperación social o la creación de una «cultura», que a su vez permite que el conocimiento sea acumulativo y los descubrimientos de una generación no hayan de ser re-descubiertos por la siguiente. También se podría mencionar su uso en la exhibición de ingenio para la seducción, o para la manipulación, engaño o mantenimiento de relaciones sociales. Por otro lado, una enorme cantidad de estudios muestran cómo, si asumimos una función básicamente comunicativa para la facultad lingüística, tanto la propia evolución de las lenguas, sea en su fonología, morfosintaxis o semántica (véase la teoría de «gramaticalización», p.ej., Croft, 2002), como multitud de fenómenos lingüístico-gramaticales se explican de manera muy natural.
Sin embargo, no es ésta la única posibilidad por la que el lenguaje puede haber evolucionado. También hay que tener en cuenta la posibilidad de que haya surgido como «medio de representación de la información». El lenguaje nos permite codificar la información sobre nuestro mundo de manera tal que ciertas operaciones conceptuales emergen como posibilidades. Por ejemplo, la posibilidad de planear contingencias distintas para el futuro sería dificil de imaginar sin unos recursos sintáctico-lingüísticos (p.ej., «si pasa esto en el futuro, entonces haremos tal cosa; si pasa lo otro, entonces haremos otra distinta»). Para los partidarios de esta versión, las funciones comunicativas del lenguaje pueden ser vistas como una «exaptación», el uso de un órgano que evolucionó originalmente con un motivo particular, para una función completamente distinta: una especie de «efecto secundario» y sobrevenido. Es decir, una vez que tenemos esta capacidad de representar el mundo, podemos aprovecharla para la comunicación (p.ej., Hauser, Chomsky & Fitch, 2002).
En cualquier caso, es posible reconciliar hasta cierto punto ambas versiones y reconocer que, al margen de su indudable y básica utilidad como herramienta comunicativa, la codificación lingüística puede aportar ventajas específicas a nuestra manera de conceptualizar el mundo y resolver determinados problemas. Por ejemplo, saber que dos objetos distintos comparten la misma categoría lingüística puede ser una invitación a buscar los aspectos que los hacen similares; las palabras pueden considerarse «invitaciones a formar categorías». En este sentido, aprender una etiqueta lingüística superordinada como «vehículo» es lo que hace que los niños formen la categoría adecuada.
Figura 1. Aliens a clasificar como amigos o enemigos. © Gary Lupyan, imagen reproducida con permiso.
Un experimento realizado en la Universidad de Carnegie-Mellon es relevante para este interesante problema. Lupyan, Rakison y McClelland (2007) idearon un experimento en el que se probaba hasta qué punto la verbalización contribuye a la resolución de problemas, o a la formación de categorías. En su experimento, los participantes se enfrentaban al siguiente problema: debían imaginar que eran exploradores espaciales que llegaban a un planeta extraño. En ese planeta, se enfrentaban a seres alienígenas que podían ser amigables o agresivos. Su tarea consistía en discriminar entre los seres que encontraban, cuáles eran los amistosos y cuáles los no amistosos. Para ello, tenían que mover una figurita que representaba un astronauta (usando las flechas de dirección del teclado) hacia el alien (si creían que era amistoso) o alejándose del alien en caso contrario. El problema era complicado, porque los aliens pertenecientes a las distintas categorías eran muy parecidos entre sí: la única diferencia era la presencia de una sutil protuberancia en la cabeza (semejante a una pequeña cresta), que se correlacionaba con una cabeza algo menos redondeada y una base algo más estrecha (compárense los aliens del lado derecho con los del lado izquierdo en la Figura 1). Una vez realizado el movimiento hacia el alien o huyendo de él, el programa les informaba de si habían acertado o no. Otro grupo de sujetos contaba además con una ayuda adicional: tras elegir acercarse o alejarse del alien, no sólo se les decía si habían acertado o no, sino que se les suministraba una categoría lingüística (una palabra inventada) a la que pertenecía el alien en cuestión. Las palabras eran etiquetas sin significado alguno: «leebious» o «grecious». Tras una fase de entrenamiento, ambos grupos tenían que enfrentarse a un nuevo grupo de aliens, en el que se incluían aliens no vistos previamente, y esta vez sin recibir feedback alguno. Los resultados mostraron que el grupo de sujetos a los que se había suministrado una categoría lingüística fueron más eficientes en la fase de prueba a la hora de adivinar a cuál de las dos categorías, amistoso o agresivo, pertenecían los aliens.
Este experimento aporta evidencia empírica sobre cómo la existencia de signos lingüísticos, es decir, asociaciones arbitrarias entre una forma y una categoría conceptual, puede ser una importante ayuda a la hora de clasificar el mundo: los individuos que tengan un nombre para una categoría tendrán una ventaja a la hora de clasificar elementos. Este trabajo se une además a otros estudios recientes que exploran la relación entre lenguaje y pensamiento, y que muestran cómo el lenguaje puede tener una decisiva influencia sobre determinadas tareas cognitivas, en este caso, sobre la formación de categorías.
Referencias
Croft, W. (2002). Explaining language change: an evolutionary approach. London: Longman.
Hauser, M. D., Chomsky, N. & Fitch, W. T. (2002). The faculty of language: What is it, who has it and how did it evolve. Science, 298, 1569-1579.
Lupyan, G., Rakison, D. H. & McClelland, J. L. (2007). Language is not just for talking: Redundant labels facilitate learning of novel categories. Psychological Science, 18, 1077-1083.