Iván Moratilla Pérez
Asociación de Familiares de Personas con Alzheimer de Arganda del Rey, Madrid, España
La demencia supone un problema médico y social de primera magnitud. El deterioro cognitivo y los trastornos neuropsiquiátricos asociados a este síndrome no sólo tienen un impacto evidente sobre el paciente y sus allegados, sino que además demandan una atención sociosanitaria especializada que, habitualmente, se prolonga durante varios años. Tales circunstancias, sumadas al envejecimiento poblacional y al subsecuente aumento de la incidencia de demencia, hacen necesaria la implantación de terapias que, si bien actualmente no son capaces de curar o detener la dolencia, en muchos casos consiguen ralentizar su progresión y mejorar la calidad de vida de las personas afectadas.
Empecemos diciendo lo que la demencia no es. No es una enfermedad en sí misma, sino el resultado sintomático de diversas condiciones médicas que provocan lesiones en el sistema nervioso central. El Alzheimer es su causa principal. Éste se asocia con la proliferación patológica de placas seniles y ovillos neurofibrilares que, en último término, comportan la muerte neuronal y la disminución de los niveles de diversos neurotransmisores cruciales para la formación de memorias, entre los que destaca la acetilcolina. La destrucción del tejido neuronal también puede deberse a la ocurrencia de accidentes cerebrovasculares (ya sean isquémicos o hemorrágicos), así como a la enfermedad por cuerpos de Lewy (depósitos anormales de proteínas compuestas, fundamentalmente, por alfa-sinucleína). Otras patologías menos comunes que igualmente pueden desembocar en demencia son la degeneración frontotemporal, la enfermedad de Huntington o la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob.
El síndrome demencial se acompaña del deterioro progresivo de las facultades cognitivas y funcionales del paciente, motivando, típicamente, trastornos de la memoria, del lenguaje y de la capacidad para llevar a cabo actividades de la vida diaria. Asimismo, con frecuencia aparecen problemas de conducta y neuropsiquiátricos, como la ansiedad, la apatía, la agitación o los delirios. Para combatir tales síntomas existen una serie de terapias, farmacológicas y no farmacológicas, que pasaré a resumir a continuación.
El tratamiento farmacológico de la demencia, a falta de una medicación que cure o detenga su progresión, persigue minimizar los déficits cognitivos y los problemas conductuales de la persona afectada. Los llamados fármacos anticolinesterásicos (principalmente donepezilo, rivastigmina y galantamina) actúan inhibiendo la función de la enzima acetilcolinesterasa, lo que resulta en una mayor disponibilidad del neurotransmisor acetilcolina en las sinapsis neuronales. Por su lado, el fármaco memantina, que actúa bloqueando la acción de las concentraciones patológicamente elevadas de glutamato, ha probado ser útil en el tratamiento de las etapas moderadas de algunas demencias, y gran parte de los pacientes tratados con ella muestran un retraso en su deterioro cognitivo y funcional. A veces resulta aconsejable utilizar, paralelamente, otro tipo de medicamentos. Por ejemplo, las benzodiacepinas ayudan a reducir los niveles de ansiedad del paciente, los antidepresivos pueden emplearse para tratar su apatía y su angustia, y los antipsicóticos son útiles para disminuir los delirios y las alucinaciones (Weiner y Lipton, 2012).
Las terapias no farmacológicas ‒el otro gran grupo de tratamientos destinados a combatir la demencia‒ son, a buen seguro, tan antiguas como lo es la propia medicina. De acuerdo con Hipócrates (siglo V a.C.), «si diéramos a las personas la cantidad justa de alimento y ejercicio, ni poco ni mucho, encontraríamos el camino más directo hacia la salud» (Hipócrates, 1955). En la actualidad, las terapias no farmacológicas se sirven de métodos y técnicas como la estimulación cognitiva, la reminiscencia, la musicoterapia, la fisioterapia, la terapia ocupacional o la arteterapia, entre otras. A través de estos métodos se intenta ralentizar el deterioro cognitivo, sin olvidar las parcelas afectivas, físicas y sociales del individuo.
Lejos de ser un órgano inmutable y estático, el cerebro está en continua transformación, siendo capaz de establecer nuevas conexiones neuronales cuando recibe la estimulación adecuada. Numerosos estudios confirman dicha plasticidad no sólo en personas sanas, sino también en aquellas con enfermedades neurodegenerativas. En esta línea, Belleville y cols. (2011) comunicaron que, tras un programa de entrenamiento en estrategias mnemotécnicas, se produjo un aumento de la actividad cerebral de los pacientes, activándose tanto las regiones implicadas habitualmente en los circuitos de memoria como, adicionalmente, una red neuronal alternativa relacionada con el entrenamiento que habían recibido. Este fenómeno supone un importante apoyo empírico al entrenamiento en habilidades cognitivas, ya que de él se deduce que las áreas «intactas» del cerebro podrían, hasta cierto punto, compensar los déficits funcionales de las áreas dañadas. Pero la actividad mental no sólo contribuye a mantener la función intelectual; además, promueve el bienestar del paciente. La importancia de este tipo de terapias es tal, que el Informe Mundial sobre el Alzheimer de 2011 señaló que las intervenciones cognitivas «deberían ofrecerse de manera rutinaria», con independencia de la administración paralela, o no, de fármacos anticolinesterásicos (Prince, Bryce y Ferri, 2011).
También es interesante apuntar, en este breve repaso, que el ejercicio aeróbico puede facilitar la neuroplasticidad, mejorando, de este modo, la comunicación entre las neuronas. Asimismo, favorece la liberación de factores neurotróficos cerebrales, lo que promueve la formación de células nerviosas y de conexiones entre las ya existentes. Sumado a lo anterior, el ejercicio físico podría mitigar el declive cognitivo al reducir el riesgo de patologías cerebrovasculares, como la enfermedad de pequeño vaso, sin contar que conlleva beneficios adicionales que no necesariamente tienen un carácter cognitivo o vascular, pero que son especialmente relevantes para la población anciana. Así, parece mejorar los síntomas de depresión y ansiedad, además de reducir el riesgo de osteoporosis, fracturas y sarcopenia asociada a la edad (Ahlskog y cols., 2011).
De manera general, esta serie de terapias persigue minimizar el impacto de la demencia sobre las capacidades y el bienestar del paciente; además, a través de hábitos de vida saludables, busca el tratamiento y la prevención del deterioro cognitivo y funcional, en personas enfermas y sanas. Implicarse activamente en programas de estimulación física y mental nos recuerda lo que la demencia no debe ser: no debe ser el abandono de toda esperanza, sino el combate valiente por mantener ‒y mejorar, en lo posible‒ tanto las facultades como la dignidad de la persona afectada.
Referencias
Ahlskog, J. E., Geda, Y. E., Graff-Radford, N. R. y Petersen, R. C. (2011). Physical exercise as a preventive or disease-modifying treatment of dementia and brain aging. Mayo Clinic Proceedings, 86, 876-884.
Belleville, S., Clément, F., Mellah, S., Gilbert, B., Fontaine, F. y Gauthier, S. (2011). Training-related brain plasticity in subjects at risk of developing Alzheimer’s disease. Brain, 134, 1623-34.
Hipócrates (1955). Hippocratic Writings. Chicago: Encyclopedia Britannica.
Prince, M., Bryce, R. y Ferri, C. (2011). World Alzheimer Report 2011: The Benefits of Early Diagnosis and Intervention. New York and London: Alzheimer’s Disease International.
Weiner, M. F. y Lipton, A. M. (2012). Clinical Manual of Alzheimer Disease and Other Dementias. London: American Psychiatric Publishing.
Manuscrito recibido el 6 de enero de 2014.
Aceptado el 24 de febrero de 2014.